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Peces Presa a Nuestros Pies: Orcas, Memoria y el Pacto Perdido del Mar

Updated: Aug 11

Reciprocidad y la Presa Muerta: Honrar el Conocimiento Ecológico Tradicional y Recordar Cómo Compartir el Mar


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Últimamente me he sentido cautivado por estas historias de orcas que, aparentemente, “regalan” presas muertas a los humanos, dejando peces o trozos de focas cerca de los barcos como si esperaran que hiciéramos algo con ellos. Es inquietante, ligeramente macabro y, de algún modo, extrañamente familiar cuando uno mira hacia atrás en la historia costera.


Existe un precedente real para este tipo de intercambio interespecífico. Lo aprendí por primera vez en una de mis clases de comportamiento de fauna silvestre, y desde entonces no me ha soltado: frente a Twofold Bay, en Australia, durante el siglo XIX y principios del XX, existió una relación extraordinaria entre balleneros (en su mayoría colonos europeos) y una manada de orcas conocida como los Asesinos de Edén. Estas orcas, lideradas por un macho legendario llamado Old Tom, acorralaban ballenas de la suborden Mysticetes (barbadas), como las jorobadas, hacia aguas poco profundas, entregando prácticamente la presa a los balleneros. A cambio, se esperaba que los humanos respetaran la llamada “Ley de la Lengua”: después de la caza, debían asegurar el cadáver y dejarlo toda la noche para que las orcas pudieran darse un festín con los labios y la lengua, las partes más grasas, nutritivas y apreciadas.


Esto no era solo pragmatismo: era cultura. El pueblo Yuin, que ha vivido en la costa sur de Nueva Gales del Sur durante incontables generaciones, siempre ha entendido a las orcas como parientes y guardianes del mar. Sus relatos cuentan cómo las orcas, o beowas, guiaban a los cazadores, vigilaban los caladeros (zonas de pesca) y encarnaban incluso espíritus ancestrales. Este profundo vínculo espiritual y ecológico antecedía en milenios a la llegada de los balleneros europeos.


Los colonos se insertaron en una relación que ya tenía raíces antiguas, entrelazadas con la cosmovisión Yuin y su forma de custodiar la tierra y el mar. Pero, con el tiempo, algunos balleneros se volvieron codiciosos y rompieron el pacto, llevándose los cadáveres enteros de inmediato y privando a las orcas de su parte. A medida que se erosionó la confianza, se perdió también la colaboración. Cuando Old Tom murió en 1930, con los dientes desgastados de tanto tirar de las cuerdas atadas a ballenas arponeadas, ya no quedaban orcas jóvenes que hubieran aprendido todo el ritual. La memoria viva de aquella alianza se desvaneció en las leyendas costeras, dejando tras de sí solo huesos en un museo e historias que se susurran como viejas canciones marineras.


Lo que más me fascina es cómo este relato fantasmal se puede cruzar con lo que vemos hoy. Las orcas son animales intensamente culturales y sociales. No solo cazan: enseñan, comparten e innovan. Cada manada tiene técnicas de caza y dialectos únicos, que transmiten por línea matrilineal, de forma que cada grupo es una biblioteca viva de comportamiento.


Los reportes actuales de orcas que “regalan” presas podrían ser una forma de juego social, un comportamiento experimental para observar nuestras reacciones. Podría ser un acto de dominio o exhibición, una demostración de que controlan el intercambio de vida en sus aguas. O, si dejamos volar la imaginación de la mano de lo que sabemos sobre su flexibilidad cognitiva, podría ser una especie de acercamiento exploratorio, una sonda para averiguar si algún tipo de colaboración ancestral podría ser posible de nuevo.


En comportamiento ecológico sabemos que los animales suelen experimentar con su entorno cuando están sometidos a estrés o cuando cambian las dinámicas de sus presas. Muchas de las manadas involucradas en este fenómeno son conocidas también por embestir veleros, lo que podría ser un instinto de caza desplazado, defensa territorial o, simplemente, su versión de un juego brusco. Puede que estén buscando nuevas formas de interactuar con estos grandes, lentos y flotantes artefactos que se han vuelto tan comunes en su mundo. Es completamente plausible que nos estén integrando en un nuevo contexto social, intentando ubicarnos en su mapa mental de depredador-presa, aliado o amenaza.


Las orcas suelen describirse como los verdaderos embaucadores del mar. Aprenden mediante el intercambio social y son famosas por experimentar con nuevos comportamientos. Es perfectamente posible que nos estén tratando como compañeros de juego accidentales en un intercambio extraño, ofreciéndonos presas como si dijeran: “Aquí tienes un pez, ¿dónde está el tuyo?”. También podrían estar practicando sus habilidades de manipulación de presas, y los barcos resultan ser puntos de entrega convenientes en mar abierto.


Y si me atrevo a ir más allá con esta hipótesis, tal vez sienten curiosidad por ver cómo manejamos sus “regalos”. En estado salvaje, se sabe que las orcas manipulan objetos sin un beneficio inmediato claro. Juegan con algas, se lanzan peces entre ellas y, a veces, incluso comparten presas vivas dentro de la manada, sobre todo para enseñar a las crías a cazar. Este “enseñar regalando” es una forma bien documentada de aprendizaje social en muchos depredadores: piensa en una gata dejando un ratón medio vivo a su cachorro. Así que cuando las orcas dejan presas muertas cerca de los barcos, podría ser un experimento socialmente motivado: una invitación para ver qué hacemos. Por supuesto, esta hipótesis es uno de esos berenjenales de la ecología en los que nos encanta meternos.


Si suponemos que las orcas “regalan” presas con alguna expectativa de respuesta, eso implica al menos un reconocimiento parcial de que somos actores en su escenario ecológico, no solo desechos flotantes a ignorar. En animales sociales como las orcas, la curiosidad por la reacción de otro ser suele significar que lo perciben como agente, es decir, capaz de hacer algo interesante o relevante a cambio.


¿Significa esto que nos ven como iguales? No espero que la respuesta sea afirmativa en el sentido moral que solemos aplicarnos, pero tal vez sí como jugadores en una relación que tiene peso. En muchos depredadores apicales, la cognición social está profundamente moldeada por reconocer poder, destreza y rol dentro del grupo. Para una orca, ponernos a prueba con un regalo podría ser, en su mundo, una forma de averiguar si merecemos ser incorporados a su mapa mental de “quién importa aquí”.


Desde una perspectiva puramente biológica, no es que nos vean como orcas semejantes, pero sí podrían vernos como otro gran depredador digno de ser observado. Esto es aún más plausible si recordamos cuán longevas y socialmente complejas son las orcas. Tienen la memoria y la capacidad cultural de desarrollar reputaciones individuales y grupales, tanto entre ellas como a través de generaciones.


Si pensamos en los Asesinos de Edén, aquella alianza sugiere que las orcas, dadas las condiciones adecuadas, pueden reconocer a los humanos como socios valiosos: co-depredadores. No iguales en el sentido que nos gusta romantizar, pero sí relevantes. Y la relevancia es la semilla de la que brotan la confianza, la sospecha, la alianza o la rivalidad.


En cierto modo, esa es la brillantez inquietante de estos regalos muertos. No son solo trozos de carne. Son preguntas: ¿Qué harás con esto? ¿Sabes manejarlo? ¿Tienes algo que ofrecer a cambio? ¿Eres, con tu torpeza y tu barco que tambalea, capaz de reciprocidad?


Así que no: puede que no nos vean como iguales en el sentido humano, pero sí podrían vernos como algo que se puede poner a prueba, cartografiar y, tal vez, si tenemos suerte y cuidado, involucrar. Quizás eso sea lo más cercano que tiene el océano a una invitación para recordarnos cuál es nuestro lugar en la antigua red vital de dar y recibir.


Desde la lente de la etología cognitiva, pueden estar evaluando nuestras respuestas: ¿Nos lo comemos? ¿Lo ignoramos? ¿Devolvemos algo? Los animales con estructuras sociales complejas, como las orcas, suelen observar a otras criaturas (incluidos los humanos) para recopilar información útil para el futuro. En este sentido, el acto de “regalar” podría ser en parte una recolección de datos y en parte una forma de ubicarnos en su paisaje mental: aliado, curiosidad, molestia o futuro socio en un nuevo juego ecológico.


Así que sí: biológica, conductual y cognitivamente, es totalmente posible que estas orcas sientan curiosidad por cómo manejamos sus lúgubres regalos. Podrían estar probando nuestro lugar en su mundo social, un pez muerto (o una foca) a la vez.


Como ya he mencionado, en muchas especies depredadoras, regalar presas es una poderosa muestra de destreza o estatus social. Entre las propias orcas, las madres enseñan a las crías a cazar ofreciéndoles presas muertas o aturdidas para que las manipulen. En el contexto humano, esto podría interpretarse como una prueba o demostración: “¿Eres parte de nuestra manada? ¿Puedes cazar también? ¿No? Pobre homínido torpe y bípedo indefenso!!” Humildemente podría entenderse como una forma de situarnos en su mundo social, aunque ese lugar resulte poco impresionante desde su perspectiva.


¿Podría ser, además, un matiz simbólico o cultural? Esta es la parte que despierta a mi poeta interior. Las orcas son una de las pocas especies no humanas de las que sabemos que poseen cultura: mantienen dialectos regionales, tradiciones de caza y rituales lúdicos que transmiten de generación en generación. Quizá, solo quizá, estos regalos muertos sean el nacimiento (o más bien renacimiento) de una nueva tendencia cultural en ciertas manadas. Puede que hayan inventado un nuevo juego raro, y ahora nosotros, los humanos, somos los destinatarios involuntarios de sus lúgubres obsequios.


La historia de los Asesinos de Edén es un recordatorio de que este tipo de relaciones pueden surgir, y de hecho surgen, cuando la confianza, la reciprocidad y el respeto forman parte de la ecuación. Los humanos estamos tan acostumbrados a vernos como algo separado de la red trófica que olvidamos que a menudo somos parte de los experimentos sociales de otras especies. La pregunta que parecen lanzarnos las orcas, cada vez que dejan un pez muerto a nuestros pies, es tan inquietante como sencilla: ¿Recuerdas cómo compartir?


Y, finalmente, en el corazón de toda esta idea late un principio antiguo que muchas culturas indígenas han sostenido y honrado mucho antes de que nuestra memoria industrial occidental se fragmentara: la ética de la reciprocidad. En innumerables cosmovisiones tradicionales, desde el pueblo Yuin de la costa sur de Australia hasta las naciones costeras del Pacífico Noroeste, el océano y sus habitantes no son simplemente recursos para extraer, sino parientes, aliados y, a veces, maestros. Tomar del mar sin devolver algo, romper esa cadena de intercambio respetuoso, es invitar al desequilibrio: una lección que hemos ignorado bajo nuestro propio riesgo.


Hace mucho que admiro esta idea y la considero el pilar central de por qué me siento atraído hacia el Conocimiento Ecológico Tradicional. La reciprocidad, para mí, no es solo una palabra ceremonial, sino la forma más honesta y precisa de caminar y estar en el mundo. Nos recuerda que no somos meros espectadores de la naturaleza, sino participantes de una red viva de intercambios. Que nuestras acciones tienen consecuencias y que estamos obligados por la generosidad, la responsabilidad y la gratitud por lo que tomamos y lo que devolvemos.


Como escribe Robin Wall Kimmerer en Braiding Sweetgrass, cuando empezamos a ver a otras especies en el paisaje natural (animales, árboles, bosques, flores, hierbas) como parientes ancestrales, ese parentesco transforma nuestra forma de vivir. “Cuando los nombramos como parientes, como familia, como un pueblo no humano, entonces estamos unidos a una relación con ellos que hace mucho más difícil tomar más de lo que necesitamos. Y nos sentimos obligados a protegerlos, a dar nuestros dones a cambio.” Ese es el núcleo de una verdadera ética ecológica. Lo que ella subraya es que entonces se vuelve mucho más difícil llevar a una especie a la extinción, cosechar más de lo que podemos usar y, en última instancia, nos sitúa en una mejor perspectiva para defender la conservación de nuestro mundo natural. Y como biólogo de fauna silvestre y eco-etólogo de carnívoros, no podría estar más de acuerdo, ni decirlo mejor.


La reciprocidad no es solo un valor moral abstracto: es una fuerza ecológica. Cuando los humanos nos comprendemos dentro de esta red de relaciones, eso moldea cómo cazamos, cómo compartimos y cómo cuidamos las ondas que nuestras acciones envían a través de esa red. La historia de los Asesinos de Edén nos recuerda que las orcas alguna vez nos exigieron este principio a su manera, aplicando la “Ley de la Lengua” como un acuerdo vinculante entre depredadores. La pregunta ahora es si estos extraños regalos que aparecen a nuestros pies son un eco de ese antiguo contrato, y si tenemos la humildad y la imaginación para responder con algo más significativo que la indiferencia o el miedo.


La mandíbula de Old Tom todavía reposa en un pequeño museo junto al mar, un vestigio de un tiempo en que la línea entre cazador y presa se difuminaba y dos depredadores apicales encontraban causa común en la cacería. Quizá estos “regalos” sean un eco de aquel vínculo perdido, o una oportunidad para considerar lo que significaría, en esta era de deshilachamiento ecológico, imaginar nuevas formas de vivir con lo salvaje que no sean ni sentimentales ni extractivas, sino profundamente recíprocas.


Al final, estas orcas y sus lúgubres ofrendas nos recuerdan que nunca estamos realmente fuera de la red de relaciones que da forma al mar vivo. Un concepto que siempre he considerado con implicaciones que van mucho más allá de lo meramente ecológico: esta desconexión de nuestro hábitat es la raíz de mucho de lo que va mal dentro de nuestra especie desde al auge de individualismo toxico, epidemias de salud mental y patologías fisiológicas que nos acechan.


Ya sea que nos vean como compañeros de juego, rivales o posibles aliados, nos están haciendo preguntas en un idioma que alguna vez supimos hablar: el idioma de la reciprocidad, del dar y recibir, de la responsabilidad compartida por lo que se mata y lo que se perdona.


Quizá estos peces y focas muertos sean un eco de aquel pacto que rompimos cuando dejamos de honrar la Ley de la Lengua. Tal vez sean una invitación para recordar que nuestro lugar en el mundo natural no es el de conquistadores ni meros observadores, sino el de participantes, sujetos a los mismos acuerdos antiguos que atan a depredador y presa, cazador y cazado, vida y muerte.


Si tenemos la humildad de escuchar, tal vez podamos volver a aprender lo que las orcas enseñaron una vez a los balleneros de Edén: que para sobrevivir bien, para pertenecer aquí, hay que tomar solo lo que se da de buena fe… y devolver algo a cambio.

 
 
 

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